Etiqueta: Tiempito para escribir
Los
abuelos tenían una pequeña casita con una huerta y árboles frutales. Domingo de
por medio íbamos los tres a comer los tallarines caseros que preparaba la abu.
Cuando
llegábamos el abuelo estaba,
infaliblemente, haciendo la huerta. Hoy
comprendo que me estaba esperando, de un modo estratégico. Movía la tierra, regaba las lechugas, sacaba
ciruelas o peras o manzanas. Y yo con él.
Tenía
un árbol de manzanas deliciosas. Por aquel entonces, yo creía
que él las llamaba así, porque se lo merecían. Eran absolutamente deliciosas
recién cortadas del árbol y lavadas con esa agua fresquita de pozo. Eran redondas, grandes, rojas y brillantes
como las bochas del árbol de Navidad de la abuela. ¡Y qué jugosas! Siempre me
manchaba mis remeras.
El abuelo
tenía razón: las más ricas estaban más lejos, más altas, no eran sencillas de
alcanzar, había que esforzarse… Él se
subía a una escalera y me las alcanzaba con cuidado. Yo las colocaba en una
gran canasta.
Cuando
fui un poco más grande, tendría tal vez cinco o seis años, le dije que yo
quería subir la escalera y dárselas a él. Me miró, lo pensó un poquito y me
dijo “bueno, es hora de que comiences a lograr tus objetivos”. Se bajó despacio
y me ayudó a subir. Yo estaba muy entusiasmado. Estiraba mis manos y cortaba
las manzanas con avidez. Cada vez me animaba a cortar las más lejanas. Al cabo
de un rato, me sentía firme y seguro trepando a las ramas más altas.
Cuando
terminamos de almorzar el abuelo trajo las manzanas, limpias y frescas y les
anunció a todos en la mesa que eran de mi propia cosecha. Yo me sentí sumamente orgulloso, percibía que el abuelo
también. Los demás parecieron no entender lo dicho o no haber escuchado,
distraídos por la tele, siempre prendida.
A los
quince días, no veía la hora de llegar a la casa de los abuelos. Entré
derechito al fondo sin saludar a la abu y ahí estaba el abuelo con la escalera
apoyada sobre el manzano. “Dejá abu, yo me subo”, le dije con soltura. Él se
sonrío, ya lo sabía. Y fui sacando las manzanas más rojas, más maduras y cada
vez más altas. Me estiraba hacia los costados para alcanzarlas. Con mi cuerpo
extendido hacia un lado de la escalera, apenas las rozaba con las yemas de los
dedos, pero las iba acercando de a poquito, con delicadeza.
Concentrado
en mis maniobras, oí de lejos la voz de mi papá que me gritaba. No entendía lo
que decía hasta que le presté atención. Y ahí, en ese preciso instante lo
escuché: “¡Bajate de ahí que te vas a caer! ¿Qué hacés en la copa del árbol?
¡Inconsciente!”.
Y así
fue. Tres días internado curando golpes internos y magullones, un mes con yeso en una pierna y una vida
escuchando esas palabras cada vez que estoy rozando con la yema de mis dedos
algún logro...
Hoy,
cincuentipico de años después, puedo preguntarme cómo habría sido mi historia
si mi viejo no hubiera ido al fondo a buscarme para saludar a la abuela.
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