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martes, 19 de mayo de 2020

Inalcanzables

                                                                                          Etiqueta: Tiempito para escribir





Los abuelos tenían una pequeña casita con una huerta y árboles frutales. Domingo de por medio íbamos los tres a comer los tallarines caseros que preparaba la abu.
Cuando llegábamos  el abuelo estaba, infaliblemente,  haciendo la huerta. Hoy comprendo que me estaba esperando, de un modo estratégico.  Movía la tierra, regaba las lechugas, sacaba ciruelas o peras o manzanas. Y yo con él.
Tenía un árbol de manzanas deliciosas. Por aquel entonces, yo creía que él las llamaba así, porque se lo merecían. Eran absolutamente deliciosas recién cortadas del árbol y lavadas con esa agua fresquita de pozo.  Eran redondas, grandes, rojas y brillantes como las bochas del árbol de Navidad de la abuela. ¡Y qué jugosas! Siempre me manchaba mis remeras.
El abuelo tenía razón: las más ricas estaban más lejos, más altas, no eran sencillas de alcanzar, había que esforzarse…  Él se subía a una escalera y me las alcanzaba con cuidado. Yo las colocaba en una gran canasta.
Cuando fui un poco más grande, tendría tal vez cinco o seis años, le dije que yo quería subir la escalera y dárselas a él. Me miró, lo pensó un poquito y me dijo “bueno, es hora de que comiences a lograr tus objetivos”. Se bajó despacio y me ayudó a subir. Yo estaba muy entusiasmado. Estiraba mis manos y cortaba las manzanas con avidez. Cada vez me animaba a cortar las más lejanas. Al cabo de un rato, me sentía firme y seguro trepando a las ramas más altas.
Cuando terminamos de almorzar el abuelo trajo las manzanas, limpias y frescas y les anunció a todos en la mesa que eran de mi propia cosecha. Yo me sentí  sumamente orgulloso, percibía que el abuelo también. Los demás parecieron no entender lo dicho o no haber escuchado, distraídos por la tele, siempre prendida.
A los quince días, no veía la hora de llegar a la casa de los abuelos. Entré derechito al fondo sin saludar a la abu y ahí estaba el abuelo con la escalera apoyada sobre el manzano. “Dejá abu, yo me subo”, le dije con soltura. Él se sonrío, ya lo sabía. Y fui sacando las manzanas más rojas, más maduras y cada vez más altas. Me estiraba hacia los costados para alcanzarlas. Con mi cuerpo extendido hacia un lado de la escalera, apenas las rozaba con las yemas de los dedos, pero las iba acercando de a poquito, con delicadeza.
Concentrado en mis maniobras, oí de lejos la voz de mi papá que me gritaba. No entendía lo que decía hasta que le presté atención. Y ahí, en ese preciso instante lo escuché: “¡Bajate de ahí que te vas a caer! ¿Qué hacés en la copa del árbol? ¡Inconsciente!”.
Y así fue. Tres días internado curando golpes internos y magullones,  un mes con yeso en una pierna y una vida escuchando esas palabras cada vez que estoy rozando con la yema de mis dedos algún logro...

Hoy, cincuentipico de años después, puedo preguntarme cómo habría sido mi historia si mi viejo no hubiera ido al fondo a buscarme para saludar a la abuela.


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