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lunes, 14 de junio de 2021

Viejo de m...

 

La música es maravillosa. Cura el alma, hace soñar o simplemente, da alegría. No cualquiera puede tocar un instrumento. Lleva horas de esfuerzo tocarlo bien y a pesar de la práctica, no todos lo logran. Los músicos son ángeles de carne y hueso. Sólo eso es un GRAN TRABAJO. Agradezco que existan.

 

Lo conozco de chico. De familia muy pobre y complicada. El padre se fue enseguida, la madre se perdió en la tristeza del alcohol y la abuela se hizo cargo ...hasta que pudo. Luego él, el mayor de los cuatro, crió a sus hermanos.  Como pudo, pidiendo, haciendo changas, cortando el pasto, vendiendo limones o paltas sacadas de los árboles del fondo. "Lo que salga" decía. Hasta que consiguió un puesto de basurero en el Municipio. Eso fue "tocar el cielo con las manos" decía. Nos dice todavía hoy, agradecido de ese mísero sueldo fijo "que me permite vivir dignamente". Pero nunca, nunca, nunca, faltó un jueves a las clases de saxo de mi marido, desde ese primer día en que entró a casa para escuchar y ver.

De muy chiquito, cuando su mamá se ponía "rara", él se escapaba y se sentaba en la vereda debajo de nuestra ventana del comedor, donde Héctor daba sus clases. No lo sabíamos, pero un día una alumna me contó al entrar, que había un niño sentado en el piso. Me asomé y lo vi. Tan pequeño -cinco o seis años-, tan delgado, tan triste. Me miró y se levantó como para salir corriendo. Yo le dije si quería entrar para escuchar y ver cómo tocaban los jóvenes alumnos. Y por primera vez descubrí su sonrisa. Esa que nunca perdió. Amplia, de dientes grandes, parejos impecables -con alguna ventanita en el frente-. Entró y no cerró su boca ni sus ojos desorbitados hasta que la clase terminó y los alumnos se fueron. Y él ahí, sentado como congelado. Lo saqué de su asombro ofreciéndole una chocolatada con vainillas que devoró en un segundo.  Nos contó que se llamaba Miguel y que tenía tres hermanos más, que vivían en la casa de su abuela Nora con su mamá Lys. Mientras hablaba no quitaba la mirada del saxo y Héctor le preguntó si quería probar de sacarle un sonido. Ya estaba parado al lado del instrumento antes de poder explicarle cómo se lo sostiene. Y nunca más dejó de tocarlo. Aprendía pronto pero no podía practicar, por lo que avanzaba despacio. Para una Navidad decidimos comprarle un saxo y su alegría nos colmó el corazón de amor. Podíamos ver sus avances y su entusiasmo, que no decayeron a pesar de la fuga de su madre con un amigo desconocido. El amor y la dedicación de la abuela  sostenía ese hogar lleno de ausencias de progenitores y de elementales bienes materiales. Miguel no faltaba a la escuela además de ayudar a sus hermanos con las tareas. Y practicaba saxo. Se podría decir que esos seis años fueron una etapa tranquila en su vida. Pero a los doce la abuela los dejó, su cuerpo gastado dijo basta a sabiendas de lo que renunciaba. Y ahí comenzó su verdadero sacrificio, su esfuerzo que nadie conoce, su perseverancia absoluta casi como una obsesión por sacar de la tristeza a sus hermanos y a él mismo.

 

Qué viejo de mierda, pensé al escucharlo. Pero no lo dije con la garganta, necesité decirlo con las manos, escribiendo. Qué rápido juzgás, pensé. Sin saber nada. Sólo sacás veloces conclusiones -¿basadas en tu propia vida vacía de amor y comprensión?, probablemente llena de modelos obsoletos repetidos sin pensar-.

-"Qué bárbaro ¿eh? ¡Cómo se puede vivir sin trabajar!" dijiste. Y te pusiste a contarle sus costillas: "Con que le dejen un peso cada personas que pasa por aquí".... Suerte que el joven que te acompañaba -¿tu hijo tal vez?- te respondió "bueno, no todos le dejan plata en la gorra...nosotros no le dejamos". "Yo ni en pedo" -dijiste- "¡que vaya a laburar!".

 

                                                                                                                                        Dic. 2-2019-

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