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lunes, 14 de junio de 2021

Llegaron.

 

Nunca podría olvidarlo. Yo tendría apenas diez años. Era una hermosa mañana soleada, fría, como siempre, como todas. Algo que ni siquiera percibíamos, sería porque no teníamos posibilidad de comparar con otros lugares, con otros climas. Ahí habíamos nacido, ahí vivíamos  y éramos felices.

Como tantos otros días, estábamos caminando por las pequeñas lomadas, recogiendo los dulces frutos de las plantas. ¡Cómo costaba sacarlos de su mata pinchuda! Nos lastimábamos los dedos, pero eran tan ricos que valía la pena el sangrado. De paso jugábamos, nos divertíamos, corríamos, hablábamos. Los más pequeños nos seguían, con esfuerzo, y nosotros nos escondíamos. Mi hermanita menor era la más impaciente, enseguida lloraba y yo debía ir a buscarla, acabando así el juego, si no quería luego recibir el reto de mi padre...

Y en esas estábamos cuando los vimos. Al principio no nos dimos cuenta, había algo en el horizonte pero no comprendíamos la imagen. No eran olas, no solía haber olas a no ser en días de tormenta. Eran sombras, altas, grandes, separadas. Se distinguían dos. Se acercaban lentamente. Comenzamos a tener miedo. Nos quedamos paralizados mirando. ¿Qué era eso que veíamos?

Mi hermanita captó nuestro temor y comenzó a llorar a gritos. Me agaché para abrazarla, le acaricié su redonda cabellera lacia, tratando de calmarla, pero yo temblaba.

Abajo notamos que nuestros padres ya se habían enterado. Ahí estaban ellos también, en la playa, mirando, callados y sorprendidos. Nuestras madres se abrazaban, la mía lloraba, igual que la de mi mejor amigo. Los adultos tenían tanto miedo como nosotros. Era evidente que para ellos también era algo desconocido.

Bajamos presurosos, con los más pequeños en alzas para protegerlos y a la vez para sentirnos cerca, unidos, pegados cuerpo a cuerpo, para calmar la ansiedad.  Corrimos hacia la playa con la necesidad de ser mimados por nuestros seres queridos. Y así fue, todos nos abrazábamos mientras mirábamos agrandarse esas imágenes. Ya estaban cerca, se distinguían mejor. Se veían seres que nos miraban. El pánico recorría mis venas y mi corazón explotaba.

De repente, mi padre gritó: ¡a esconderse! Y todos corrimos hacia las casas. La mayoría entró en la mía, pero otros se fueron a la vecina.  Mi padre nos hizo orar. Temblábamos y orábamos, llorábamos y orábamos, mirábamos hacia fuera y orábamos.

Mi padre nos hizo saber que en sus rezos sintió que todo estaba bien. Que tengamos calma y fe. Que nada malo nos iba a ocurrir. Así que, despacio, fuimos saliendo, de a uno. Mirábamos desde lo alto del pequeño monte. Esos seres ya estaban allí, en la playa, caminando, buscándonos con la mirada. Se nos parecían, pero eran muy altos, con sus cuerpos cubiertos con trajes extraños, hechos de materiales desconocidos por nosotros. Nunca habíamos visto figuras iguales. Mirábamos todo ese despliegue sin hablar, sin poder creerlo.

Sus naves eran gigantescas, altísimas y largas. No entendíamos cómo se mantenían sobre el agua, tan grandes y pesadas como parecían, construidas de algún recurso misterioso que, evidentemente, no era madera de lenga[1], como la que nosotros usábamos para hacer nuestras canoas. Era un material duro, de colores como los de la pizarra[2] que formaba el suelo de nuestra isla y las montañas más altas.

Hablaban entre ellos, pero no les comprendíamos. Al pisar tierra se sacaron de sus cabezas algo, duro, brillante como el sol. Vimos así sus cabellos del color de la flor de ñire[3] y una piel blanca como la nieve con labios del color de las ramas del calafate[4]. 

Nosotros, tan distintos, bajitos, con nuestro pelo negro y la piel oscura y sin cubrir, no podíamos decidir si creer que eran dioses que bajaban a la isla  o monstruos que los dioses nos enviaron para castigarnos.

¡Qué lástima! Decidimos creer que eran dioses…

                                                                                              H.G.Hidrargyrus (Pseudónimo)



[1] Lenga: árbol típico de los bosques subantárticos de la patagonia argentina, de madera de color blanco-amarillenta levemente rosada, semidura y resistente, apta para muebles, pisos, construcciones navales, etc.

[2] Pizarra: roca metamórfica dura y compacta, de color negro-azulado, algunas con tonos verdes o rojos.

[3] Flor de ñire o farolitos chinos: plantas parásitas de la Patagonia y de Ushuaia (Argentina), de color amarillo.

[4] Calafate: planta arbustiva espinosa, de ramas rectas, rojo oscuro que se tornan grises cuando la planta adquiere mayor edad. Su fruto, dulce, es de color azul.

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