Nunca
podría olvidarlo. Yo tendría apenas diez años. Era una hermosa mañana soleada,
fría, como siempre, como todas. Algo que ni siquiera percibíamos, sería porque
no teníamos posibilidad de comparar con otros lugares, con otros climas. Ahí
habíamos nacido, ahí vivíamos y éramos
felices.
Como
tantos otros días, estábamos caminando por las pequeñas lomadas, recogiendo los
dulces frutos de las plantas. ¡Cómo costaba sacarlos de su mata pinchuda! Nos
lastimábamos los dedos, pero eran tan ricos que valía la pena el sangrado. De
paso jugábamos, nos divertíamos, corríamos, hablábamos. Los más pequeños nos
seguían, con esfuerzo, y nosotros nos escondíamos. Mi hermanita menor era la
más impaciente, enseguida lloraba y yo debía ir a buscarla, acabando así el
juego, si no quería luego recibir el reto de mi padre...
Y
en esas estábamos cuando los vimos. Al principio no nos dimos cuenta, había
algo en el horizonte pero no comprendíamos la imagen. No eran olas, no solía
haber olas a no ser en días de tormenta. Eran sombras, altas, grandes,
separadas. Se distinguían dos. Se acercaban lentamente. Comenzamos a tener
miedo. Nos quedamos paralizados mirando. ¿Qué era eso que veíamos?
Mi
hermanita captó nuestro temor y comenzó a llorar a gritos. Me agaché para
abrazarla, le acaricié su redonda cabellera lacia, tratando de calmarla, pero
yo temblaba.
Abajo
notamos que nuestros padres ya se habían enterado. Ahí estaban ellos también,
en la playa, mirando, callados y sorprendidos. Nuestras madres se abrazaban, la
mía lloraba, igual que la de mi mejor amigo. Los adultos tenían tanto miedo
como nosotros. Era evidente que para ellos también era algo desconocido.
Bajamos
presurosos, con los más pequeños en alzas para protegerlos y a la vez para sentirnos
cerca, unidos, pegados cuerpo a cuerpo, para calmar la ansiedad. Corrimos hacia la playa con la necesidad de ser
mimados por nuestros seres queridos. Y así fue, todos nos abrazábamos mientras
mirábamos agrandarse esas imágenes. Ya estaban cerca, se distinguían mejor. Se
veían seres que nos miraban. El pánico recorría mis venas y mi corazón
explotaba.
De
repente, mi padre gritó: ¡a esconderse! Y todos corrimos hacia las casas. La
mayoría entró en la mía, pero otros se fueron a la vecina. Mi padre nos hizo orar. Temblábamos y
orábamos, llorábamos y orábamos, mirábamos hacia fuera y orábamos.
Mi
padre nos hizo saber que en sus rezos sintió que todo estaba bien. Que tengamos
calma y fe. Que nada malo nos iba a ocurrir. Así que, despacio, fuimos
saliendo, de a uno. Mirábamos desde lo alto del pequeño monte. Esos seres ya
estaban allí, en la playa, caminando, buscándonos con la mirada. Se nos
parecían, pero eran muy altos, con sus cuerpos cubiertos con trajes extraños, hechos
de materiales desconocidos por nosotros. Nunca habíamos visto figuras iguales.
Mirábamos todo ese despliegue sin hablar, sin poder creerlo.
Sus
naves eran gigantescas, altísimas y largas. No entendíamos cómo se mantenían
sobre el agua, tan grandes y pesadas como parecían, construidas de algún recurso
misterioso que, evidentemente, no era madera de lenga[1], como
la que nosotros usábamos para hacer nuestras canoas. Era un material duro, de
colores como los de la pizarra[2] que
formaba el suelo de nuestra isla y las montañas más altas.
Hablaban
entre ellos, pero no les comprendíamos. Al pisar tierra se sacaron de sus
cabezas algo, duro, brillante como el sol. Vimos así sus cabellos del color de
la flor de ñire[3] y una piel blanca como la
nieve con labios del color de las ramas del calafate[4].
Nosotros,
tan distintos, bajitos, con nuestro pelo negro y la piel oscura y sin cubrir,
no podíamos decidir si creer que eran dioses que bajaban a la isla o monstruos que los dioses nos enviaron para
castigarnos.
¡Qué
lástima! Decidimos creer que eran dioses…
H.G.Hidrargyrus (Pseudónimo)
[1] Lenga:
árbol típico de los bosques subantárticos de la patagonia argentina, de madera
de color blanco-amarillenta levemente rosada, semidura y resistente, apta para
muebles, pisos, construcciones navales, etc.
[2] Pizarra:
roca metamórfica dura y compacta, de color negro-azulado, algunas con tonos
verdes o rojos.
[3] Flor
de ñire o farolitos chinos: plantas parásitas de
[4] Calafate:
planta arbustiva espinosa, de ramas rectas, rojo oscuro que se tornan grises
cuando la planta adquiere mayor edad. Su fruto, dulce, es de color azul.